Prólogo

José Manuel Lucía Megías

Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada,
de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies…


Como si se hubiera puesto un espejo delante de su escritorio, así parece dibujarse en palabras Miguel de Cervantes en el prólogo de las Novelas ejemplares (1613). Un retrato de letras, que sigue la tradición de los retratos de líneas que desde finales del siglo xvi se han convertido en un aparataje editorial habitual, ese por el que el autor no solo defiende la autenticidad de la impresión de sus obras sino también la construcción de su propia imagen. Miguel de Cervantes parece que se empeña
en un realismo que será piedra de toque de la mejor narrativa del siglo xix, pero que, por los primeros decenios del xvii, el momento de la escritura del citado prólogo ejemplar, es solo un guiño a una costumbre editorial de la época, por la que Cervantes va construyendo, letra a letra, palabra a palabra, una determinada imagen, que es la que se ha terminado por proyectar a lo largo de los siglos sustentando un mito, que es la que nos sigue convocando a los cuatrocientos años de su muerte.